Sunday, July 02, 2006

LA PERSEPCIÓN DE LO SAGRADO.
Élder D. Todd Christofferson
De la Presidencia de los Setenta.
LUGARES Y MOMENTOS SAGRADOS.
Consideremos por un instante el asunto de los lugares y los momentos sagrados. Hablando por medio del profeta Ezequiel, el Señor criticó a los sacerdotes de Israel por no haber enseñado el respeto por la naturaleza sagrada de ciertas actividades y lugares:
“Sus sacerdotes violaron mi ley, y contaminaron mis santuarios; entre lo santo y lo profano no hicieron diferencia, ni distinguieron entre inmundo y limpio; y de mis días de reposo apartaron sus ojos, y yo he sido profanado en medio de ellos” (Ezequiel 22:26).
Gran parte de las palabras del Señor aludían al templo y al día de reposo. Nosotros consideramos que nuestros templos y centros de reuniones, dedicados al Señor, son lugares sagrados. En cada templo se hallan, a modo de recordatorio solemne, las palabras Santidad al Señor. La casa del Señor. La percepción de lo sagrado debiera conducirnos a obrar y hablar con reverencia en el interior y en los alrededores de estos edificios, y a vestirnos de cierta forma cuando estamos allí.
Hemos dicho que la ropa inmodesta constituye una deshonra para el cuerpo, la creación más sagrada de Dios. Ahora me refiero a la ropa y a la apariencia inmodesta, informal o desaliñada que en determinados momentos y lugares constituye una burla para lo sagrado de la ocasión o del lugar en sí mismo.
Permítanme poner un ejemplo. Hace algún tiempo, una jovencita de otro estado vino a pasar unas semanas con sus familiares de Salt Lake City. El primer domingo acudió a la Iglesia vestida con una sencilla y hermosa blusa, con falda hasta la rodilla y un suéter liviano. Llevaba medias de mujer y zapatos de vestir; asimismo lucía un peinado sencillo pero cuidado. Su apariencia transmitía una impresión de gracia juvenil.
Lamentablemente no tardó en sentirse fuera de lugar. Las restantes jovencitas de su edad llevaban faldas informales, algunas muy por encima de las rodillas, camisetas muy ajustadas que a duras penas alcanzaban la cintura de las faldas (otras ni eso), sin calcetines ni medias, y zapatos deportivos o chanclas.
Cualquiera hubiese esperado que, al ver a la chica nueva, las demás se hubieran dado cuenta de lo inapropiado de su vestimenta para una capilla y para el día de reposo, y que de inmediato hubiesen cambiado para bien. Es triste decir que no fue así. Fue la chica nueva la que, a fin de encajar, adoptó la moda (si se le puede llamar así) del barrio al que asistió.
Me turba observar que esta tendencia en aumento no se limita a las jovencitas, sino que se extiende por igual entre mujeres de edad, hombres y jovencitos. Años atrás, mi barrio de Tennessee hacía uso de una escuela de secundaria para celebrar los servicios de adoración dominical mientras se procedía a reparar nuestra capilla, dañada por un tornado. Otra iglesia empleaba las mismas instalaciones para sus servicios de adoración mientras se construía su nueva capilla.
Me sorprendió observar la vestimenta que aquellas personas usaban para ir a sus reuniones. Los hombres no llevaban traje ni corbata; parecía que acababan de llegar del campo de golf. Costaba ver a una mujer con vestido o cualquier otra cosa que no fueran pantalones informales o pantalones cortos. De no haber sabido que acudían a aquel centro para asistir a sus reuniones religiosas, habría dado por hecho que se estaba celebrando algún tipo de actividad deportiva.
La vestimenta de los miembros de nuestro barrio era muy buena en comparación con aquel mal ejemplo, pero estoy empezando a pensar que ya no somos tan diferentes, puesto que hay una inclinación cada vez más marcada hacia una norma más baja. Solíamos emplear la expresión “ropa de domingo” y la gente entendía que se refería a las mejores ropas. La ropa variaba, atendiendo a las diferentes culturas o circunstancias económicas, pero no dejaba de ser la mejor.
Es una afrenta para Dios el acudir a Su casa, especialmente durante Su día santo, sin ir arreglados ni vestidos del modo más modesto y cuidado que nuestras circunstancias nos permitan. Cuando un miembro pobre de los montes del Perú deba vadear un río para ir a la iglesia, el Señor no se ofenderá por la mancha de barro que lleve en su camisa blanca.
Pero, ¿cómo no le dolerá a Dios ver a alguien que, pudiendo tener toda la ropa que necesita y más, y sin problemas para ir al centro de reuniones, aparece por la capilla con pantalones vaqueros y una camiseta? Mi experiencia al viajar por todo el mundo ha constatado lo paradójico de que los miembros de la Iglesia con menos medios económicos encuentran el modo de asistir los domingos a las reuniones cuidadosamente vestidos con ropa pulcra y elegante, la mejor ropa que tienen, mientras que los más acaudalados aparecen con ropa informal e incluso desaliñada.
Hay quienes dicen que la ropa o los peinados no importan, que lo que realmente cuenta es el interior. También yo creo que lo realmente importante es el interior de la persona, y eso es lo que me preocupa. La vestimenta informal en los lugares santos y en momentos sagrados es un mensaje de lo que hay en el interior de una persona, y nos dice: “No lo capto. No entiendo la diferencia que hay entre lo sagrado y lo profano”. En esas circunstancias, no tardan en alejarse del Señor. No aprecian el valor de lo que tienen. Me preocupan. A no ser que logren cierto entendimiento y capten parte de la percepción de lo sagrado, corren el riesgo de llegar a perder todo lo que realmente importa. Ustedes son santos de la magnífica dispensación de los últimos días; actúen como tales.
Estos principios también se aplican a las actividades y a los acontecimientos sagrados en sí mismos o relacionados con aquello que merece reverencia, como son las ordenanzas del sacerdocio: Bautismos, confirmaciones, ordenaciones, administración de la Santa Cena del Señor, bendiciones a enfermos, etcétera. En Doctrina y Convenios se nos dice que en las ordenanzas del sacerdocio “se manifiesta el poder de la divinidad” (D. y C. 84:20). Alma dice que “estas ordenanzas se conferían... para que por ese medio el pueblo esperara anhelosamente al Hijo de Dios, ya que era un símbolo de su orden, es decir, era su orden, y esto para esperar anhelosamente de él la remisión de sus pecados a fin de entrar en el reposo del Señor” (Alma 13:16).
Aprecio a los que efectúan estas ordenanzas y a los que las presencian o las reciben cuando muestran respeto por el sacerdocio y la naturaleza sagrada de lo que está sucediendo.
Aprecio a los presbíteros, a los maestros y a los diáconos que visten camisa blanca y corbata para oficiar en la administración de la Santa Cena.
Aprecio a los hombres que visten camisa y corbata, cuando las circunstancias lo permiten, para bendecir al enfermo. Aprecio a los que asisten a la ordenación de un hombre a un oficio del sacerdocio y visten sus mejores ropas sin importar el día en que se celebre dicha ordenación. Todos ellos demuestran aprecio y respeto por Dios y por el acontecimiento que está en marcha, demostrando así su percepción de lo sagrado.
Así como es sagrado el momento del inicio de la vida, también lo es cuando ésta llega a su fin. Creo que lo mismo se aplica al acto más importante de nuestra vida: el matrimonio, concretamente, el matrimonio eterno. Por este motivo me inquieta ver cómo la gente se torna descuidada, hasta irreverente e irrespetuosa en palabra, en el modo de vestir y en conducta cuando participan en los eventos relacionados con la muerte y con el matrimonio.
Algunos servicios funerarios son motivo para la superficialidad y el humor inapropiado. Los recuerdos personales, adecuados si se emplean con moderación, llegan a ocupar una o dos horas mientras la Expiación, la resurrección del Señor y Su plan de salvación reciben únicamente una pequeña mención.
De vez en cuando la gente asiste a bodas y recepciones de boda con ropa muy informal. Parece que les molestara asearse después del trabajo o de sus actividades recreativas. A través de su manera de vestir dicen que el matrimonio al que han sido invitados a honrar carece de importancia.
Recientemente leí una nota de un hombre que instaba a sus compañeros a vestir chaqueta y corbata cuando aparecieran juntos en un evento público destinado a honrar su organización y sus logros. Su servicio era cívico, no religioso, y no contaba como algo sagrado, pero ese hombre entendía el principio de que ciertas cosas se merecen respeto y que nuestro modo de vestir forma parte de esa manifestación. Dijo que iba a adoptar una apariencia más formal “no porque yo sea importante, sino porque la ocasión lo es”. Sus palabras manifiestan una verdad importante. No tiene nada que ver con nosotros. El actuar y vestirse de modo que honremos los momentos y las situaciones sagradas tiene que ver con Dios.
EXTRACTO:Charla fogonera del SEI para los jóvenes adultos7 de noviembre de 2004 Universidad Brigham Young

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